Un día cualquiera, sin saber como ni cuando, las ruedas de
aquel pequeño y delicado tren comenzaron a rodar, en su interior se encontraba
un grupo numeroso de personas, apariencias similares y distintas, un
grupo de mundos ajenos descansando sus cuerpos en los viejos asientos.
Entre la multitud, se encontraba una persona, una más,
alguien como tu, que lees estas líneas, miraba esperanzadamente el verde
paisaje que el gran ventanal le enseñaba. Su boca marcaba un gesto en forma de
sonrisa acariciada por el claro manantial de la imaginación, soñaba a la vez
que añoraba su destino, un lugar sin sitio ni forma, un mundo nacido y
encontrado en la mente ardiente de quién espera llegar a un no se donde ni
porque.
A medida que el tiempo pasaba, el tren abandonaba las distintas
estaciones a la par que sus ocupantes dejaban en sus asientos el simple
recuerdo de unos cuerpos, aún así, ahí estaba, aún continuaba aquella persona,
continuaba mirando y mirando el ventanal, observaba como quedaba atrás cada
nueva parada, poco a poco se quedaba solo como los brazos abiertos abrazan el atardecer. A medida que
la gente bajaba, miraba el lugar que lo rodeaba buscando la estrella fugaz que
cambiara el ritmo de su corazón y poder así bajar de aquel tren, pero no, las señales
no llegaron mientras que el tiempo pasaba, como toda travesía, el final llegó,
una parada lúgubre y sin camino de vuelta, aquí, bajó y matando la sed del
fracaso con las lágrimas del anochecer entendió que no hay señales de llegada,
ni destino escrito en los carteles que cubren cada estación de la vida, tan
solo existe el bajar del tren de la imaginación y vivir en el riesgo de
equivocarse, pues poco importa el inicio o final del recorrido más que lo que
ocurre en medio de ambos puntos.
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