Erase una vez, un mundo ajeno a la imaginación del ser
humano, un lugar donde nada tiene que ver con lo conocido, casi podríamos decir
que se trata de un lugar mágico, un sitio donde el tiempo no ha sido inventado,
una zona tan igual a nuestra realidad y a la vez tan distinta.
Las aguas que bañaban aquellas tierras no albergaban vida,
ellas mismas eran la existencia, el gran océano de cielo color azul recorrían el mundo a diario, conocían cada costa de otros
tantos kilómetros de vida teñido con el marrón y verde oscuro que pintaban las
praderas y montañas. Puede que el continuo roce de las aguas sobre los rocosos
acantilados supuso un entendimiento inexistente por parte del océano, tantos
milenios hablando con las húmedas costas mientras las acariciaba les hizo creer en una
gran mentira, afirmaron conocer la tierra, sus pensamientos, sus inquietudes,
sus tristezas… intentando ser sabias cayeron en un gran error, admitir ser
conocedoras de cada rincón de los sentidos, sueños y miedos de la tierra que
tocaban superficialmente, obviaron algo muy importante, ellas solo lograban ver
una mínima parte de aquellas frondosas y secas islas que adornaban el mar,
nunca miraron más allá de las gigantescas playas para ver que tras su mirada se
encontraba junglas frondosas que alimentaban a los animales con el fruto de la
batalla personal, por el dulce aroma de las victorias y por el amargo sabor de
las derrotas.
Las tierras abatidas en su propia supervivencia sentían que
su única compañera de viaje no la escuchaba, se sentía ignorada, buscaba
certezas para evitar soledades, soñaba que las aguas de aquel mar entraran en
sus praderas para hacerlas sentir que disponían de un corazón, una bomba de
relojería que añoraba expresar y llorar todas aquellas carencias y felicidades
que habitaban en su interior, para poder así beber del breve hueco de sus manos
y observar su parte más oculta, aquella que nunca había sido visto por nada ni
nadie.
Irónicamente, el océano actuaba como si de un sabio se tratara,
la tierra lloraba por su soledad, sin embargo, esta última y debido aquellas
lágrimas que nublaban su visión y sentidos obviaron una tercera compañía, el
cielo, claro y azul que le regalaba día a día el aroma a tierra mojada que
transportaba desde cualquier lugar para darle un mensaje lleno de optimismo,
unas palabras que le hacían saber que no estaba sola, que el mismo cielo a
través de sus manos vestidas de una brisa invisible recorrían sus montañas, sus
praderas haciéndose notar a través del silbido del viento, recordándole que a
pesar de su invisibilidad se encontraba día a día a su lado, sin verlo, el
navegaba entre árbol y árbol para que a través del movimiento de estos la
abandonada tierra tuviera la evidencia que no estaba sola.
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